25 de julio de 2011

El dios de la soledad, de Philip Schultz

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Es una fría mañana de un domingo de Enero
y soy uno de los ocho hombres que esperan
a que se abran las puertas del Toy R Us
en un centro comercial de la punta este de Long Island.
Hemos venido a por ese juego electrónico japonés
tan difícil de encontrar. La semana pasada esperé
tres horas a que una tienda en Manhattan
me defraudara. Hoy, el primero de todos, envuelto
en seis capas, permanecí temblando bajo la luz del amanecer
leyendo la nueva traducción de la Eneida, que he escondido
cuando han llegado los demás, pisoteando con sus botas
y restregándose las manos sin guantes, bromeando
sobre sacrificar sueño por los hijos desagradecidos. "Mi hijo
se rompió dos dientes jugando al hockey", dice riendo un hombre
en bermudas. "Esta es su recompensa". Mis hijos
se arrojarán a mis brazos, recordarán esta mañana
toda su vida. "El juego es para mi hijo mayor,
acaba de regresar de Irak", dice un hombre con peto
al final de la cola. "Juega a estos juegos
todo el día en su cuarto. No estoy preocupado, espabilará,
se ha ganado un descanso". Estos hombres arreglan fugas, tienden
cimientos para los sueños de otros hombres, sin quejarse.
Han estado esperando bajo el frío desde que Eneas
fundó Roma en ríos de sangre. Virgilio entendía que
la muerte empieza pero no acaba nunca, ese es el dios de la soledad.
A través de la ventana, un dependiente grita "Solo tenemos cinco".
Los otros parecen no saber que hacer con sus manos,
meterlas bajo los brazos, o dejarlas colgar,
desnudas e inútiles. ¿Es porque nuestras manos recuerdan
lo que abrazaron, las promesas que hicieron? Sé exactamente
cuando mis hijos van a ser suficientemente mayores para la guerra.
Pronto tres de nosotros esperarán al otro lado de la calle,
                                                              [en los almacenes Target,
porque eso es lo que hacen los hombres por sus hijos.

(Philip Schultz, The God of Loneliness: Selected and New Poems, 2010)
(Traducción de A. Catalán)


19 de julio de 2011

Los cazadores de Brueghel: tres versiones

PAISAJE INVERNAL

Los tres hombres que descienden por la colina invernal
en ropajes marrones, con largas pértigas y una jauría
pegada a los talones, a través de la disposición de los árboles,
pasadas las cinco figuras junto a la hojarasca quemándose,
regresando fríos y callados a su ciudad,

regresando a la nieve amontonada, la pista de hielo
alegre y llena de niños, a los mayores,
los anhelados compañeros que nunca pueden alcanzar,
la luz azul, hombres con escaleras, cerca de la iglesia
el trineo y la sombra en la calle crepuscular,

no saben que en el arenoso tiempo
que ha de venir, ocurrido ya el grosero menoscabo
de la historia, serán vistos sobre la cima
de esa misma colina: cuando toda su compañía
se haya perdido sin remedio,

estos hombres, en particular estos tres vestidos de marrón
a los que los pájaros observan, conservarán la escena y nos dirán
a partir de su configuración con los árboles,
el pequeño puente, las casas rojas y el fuego,
qué lugar, qué tiempo, qué ocasión matutina

los envió al bosque, una jauría
pegada a los talones y las largas pértigas sobre los hombros,
para de allí volver tal como ahora los vemos y
con nieve hasta las rodillas descender la colina
invernal, mientras tres pájaros los observan y un cuarto alza el vuelo.

(John Berryman, Los desposeídos, 1948)
(Traducción de A. Catalán)


LOS CAZADORES EN LA NIEVE

En conjunto el cuadro es el invierno
gélidas montañas
al fondo el regreso

de la cacería es hacia el atardecer
desde la izquierda
los robustos cazadores guían

su jauría el letrero de la posada
colgando de un
gozne roto es un venado un crucifijo

entre sus astas el frío
patio de la posada está
desierto salvo por la fogata enorme

que flamea al viento atendida por
mujeres que se agrupan
en torno a la derecha más allá

de la colina hay un motivo de patinadores
Brueghel el pintor
preocupado por todo esto ha escogido

un arbusto azotado por el viento como
primer plano para
completar su cuadro

(William Carlos Williams, Cuadros de Brueghel, 1962)
(Traducción de A. Catalán)


REGRESO DE LOS CAZADORES
(Brueghel el Viejo)

Podemos esperar a que desciendan
la colina los pobres cazadores
y su hambrienta jauría que no tiene
ni para un mal bocado con la única
liebre cobrada para tanto blanco.

Y acercarnos al fuego que alimentan
los mesoneros bajo el colgadizo.

Y, mientras esperamos, deslizar
la mirada por todos los canales
helados, por el cielo
verde, por las montañas que rechazan
la nieve de lo abruptas;
ver los patinadores del domingo
—¡qué caída se ha dado aquél!—, el puente
por donde pasa la mujer del loco
cargada con un haz de leña. Cuatro
campanarios se ven, una carreta
por el camino principal, un hombre
allá a lo lejos solo, la escalera
del deshollinador y los tejados
blancos y...¡mira el humo cómo sale!

Podemos esperar —ya están llegando
al puente de ladrillo— a que se pierdan
de vista tras la casa del herrero.
Y saltar por encima de la zarza
y coger la pendiente —¡hasta se puede
bajar rodando! — hasta el canal más próximo.

Sí, porque, aunque tengo frío y cien florines
en la bolsa, me da muy mala espina
el que esté desprendido el rótulo de un lado
y la ventana abierta.

No, porque —y como señal de que no debo
moverme de mi sitio— cada poco
cruzan por turno el aire las urracas
descuideras, tachando la posible
apacibilidad con una línea
de tinta negra (el blanco de su vientre
sin querer se confunde con la nieve).

(Aníbal Núñez, Figura en un paisaje, 1974)

16 de julio de 2011

Cuando la revolución llegó, de Stephen Dunn

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Cuando la revolución llegó estábamos holgazaneando en casa.
Ellos, bailando de repente en Praga
y nosotros poniendo la mesa, los tenedores a la izquierda,
los cuchillos a la derecha. Todas nuestras categorías eran viejas.
Deberíamos haber estado haciendo el amor cuando el Muro
cayó. Deberíamos haber estado haciendo juegos de palabras.
Cuando la revolución llegó fue el ensanchamiento de una grieta,
el levantamiento del gris. Los tiranos simplemente dimitieron.
Algunos se disculparon. La Historia se revolvió en su enorme tumba.
Cuando la revolución llegó llevábamos puestas
las botas de trabajo del minero, el hirsuto chaleco
del estibador, conscientes siempre del estilo.
Cuando la revolución llegó estábamos haciendo recuento
de nuestras privaciones como solo pueden hacerlo
                                            [los de estomago lleno.
Walesa alzó sus brazos en triunfo. Nuestras gargantas
se tensaron. Los berlineses del este se pasearon por la tierra
del comercio; nuestras gargantas se tensaron de nuevo.
¿Pensábamos en nosotros cuando la revolución
llegó? ¿Nos sentimos acaso un tanto petulantes?
Era un diciembre frío cuando el siglo cambió,
más frío aún para algunos. No era aún Navidad,
no era aún Rumanía, ese áspero regalo, empapado de sangre,
todo su pasado expuesto a la luz. Todos los años nos prometíamos
desear menos cosas, y siempre fracasábamos.
Cuando la revolución llegó observamos la insistencia
de las masas, casi con tanta libertad como para llegar a ser nosotros.

(Stephen Dunn, Landscape at the End of the Century, 1991)
(Traducción de A. Catalán)

Praga, 1989

7 de julio de 2011

Cómo acabar una guerra, por Robert Hass

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EL CORDERO PASCUAL

Mira, había dicho David — estaba nevando fuera y su voz contenía varios registros de enfado, disgusto, y justicia herida, creo que es una locura. No voy a ser el cordero sacrificial.

En Grecia a veces, me contó una amiga, al caminar por el sendero en lo alto sobre el mar de vuelta a su casa desde el pueblo, en la oscuridad, el cielo inmenso, la luna terriblemente brillante, se preguntaba si su vida sería un regalo merecido.

Y está esa pobre novilla del poema de Keats, toda engalanada con lazos y flores, nada de terror en sus ojos, nada de incontrolada babilla de moco en el hocico, puesto que no comprende los festejos.

Y años después, David, tras dejar la vida académica, se compró un rancho en Kentucky cerca de una ciudad llamada Pleasureville, y empezó a criar ovejas.

Cuando le hicimos una visita ese verano y las noches eran una estridencia de grillos y el calor no aflojaba, intercambiábamos historias tras la cena y nos contó de nuevo la historia de su primer trabajo de profesor y el vicepresidente.

Cuando compró la casa, siguió suscrito a The Guardian y al Workers' Vanguard, pero se fueron apilando sin leer en una esquina. Tenía una hipoteca que pagar. No tenía ni idea de cómo criar animales para la matanza, así que leía El Ganadero Americano con una intensidad de concentración a la que jamás se había acercado cuando leía teoría política para las pruebas orales de su doctorado.

El vicepresidente de los Estados Unidos, después de su mandato, aceptó un puesto como profesor de ciencias políticas en un pequeño instituto universitario de su propio distrito, el mismo en el que David acababa de aceptar su primer trabajo. El decano trajo a Hubert Humphrey para presentárselo al profesorado. Cuando llegaron al despacho de David, el vicepresidente, muy bien vestido, inmensamente campechano, extendió su mano y David sintió que no debía dársela puesto que creía que el tipo era un criminal de guerra; y no sabiendo como evitar lo incomodo del asunto, así se lo dijo, lo cual fue el inicio de la pérdida de su trabajo en ese instituto.

Pero eso fue cosa del decano. El vicepresidente empezó a llorar. Tenía la mirada dolida, dijo David, de un perro que hubiera sido abandonado tras un largo e inmaculado historial de lealtad y cariño, este hombre que había defendido públicamente, que había elogiado los bombardeos de terror sobre aldeas llenas de campesinos. Le pareció a David alguien inimaginablemente vacío de vida interior si podía ser lastimado en lugar de ofendido por el rígido gesto moral de un imberbe joven en frente de dos hombres de la edad de su padre. David dijo que nunca había mirado a otro ser humano con semejante asombro e indiferencia glacial, y que no le había gustado la sensación.

Y así en la cocina de techos altos, en el aire plagado de grillos y empapado con el olor de los tréboles, recordamos a Vic Doyno en la nieve en Buffalo, en los días en que la guerra continuaba sin interrupción como una pesadilla en nuestras horas de vigilia y de descanso.

Vic había llegado al trabajo rojo de excitación por la idea que había tenido en medio de la noche. Había resuelto como detener la guerra. Era un plan sencillo. Todos los del país — en el mundo, seguramente muchos estudiantes ingleses y suecos participarían — que estuvieran en contra de la guerra se cortarían el meñique de la mano izquierda y lo mandarían al presidente. ¡Imaginaos! Empezarían a llegar despacio, el acto de uno o dos fanáticos, pero la noticia llegaría a la prensa y el día siguiente habría unos pocos más. Y al día siguiente a ese, más. Y al cuarto día habría miles. Y al quinto día, se montarían clínicas — organizadas por estudiantes de medicina en Madison, San Francisco, Estocolmo, París — para atender el procedimiento quirúrgico  de forma segura y a escala masiva. Y al sexto día, la guerra terminaría. Terminaría. Los helicópteros en Bienhoa se quedarían en los aeródromos en silencio como escuadras de disciplinados mosquitos. Los campesinos, preocupados y curiosos porque los campesinos siempre están preocupados y sienten curiosidad, observarían con curiosidad el desconocido cielo tranquilo y azul con cirros a la deriva. Y años después nos reconoceríamos unos a otros por esos dedos perdidos. Un avejentado hombre de negocios japonés sin el meñique en su mano izquierda repararía en la mano igualmente mutilada de su taxista en Chicago, e intercambiarían un fugaz y amistoso asentimiento de cabeza en silencio.

Y podría suceder. Todo lo que teníamos que hacer para que sucediera — había dicho Vic, mientras el agua para el té silbaba en la placa caliente del despacho helado de David y la nieve caía espesa como bateas de algodón, era cortarnos nuestros meñiques justo en ese momento, bajarlos a la secretaria del departamento, y hacérselos meter en el correo.


(Robert Hass, Human Wishes, New York, HarperCollins, 1989)
(Traducción de A. Catalán)


4 de julio de 2011

«Yo, a quien Apolo visitó alguna vez», de R. L. Stevenson

Yo, a quien Apolo visitó alguna vez,
o fingió visitar, ahora, finalizada mi jornada,
dormiré profundamente; ni conoceré
el cansancio de los cambios ni percibiré
las incontables arenas de los siglos
bebiendo la tinta pálida, o el ruido
de las generaciones sofocando la música.

( R. L. Stevenson, New poems, 1918)



(Traducción de A. Catalán)