29 de julio de 2014

Más James Tate


MUY TARDE, PERO NO DEMASIADO TARDE

Fui el último en abandonar la fiesta. Les
dí las buenas noches a Stephanie y Jared. Ya estaban
en la cama. De hecho, estaban haciendo el amor,
pero se detuvieron y me agradecieron el haber acudido. Al recorrer
la Kellog Street, con la luna llena iluminando mi
camino, me pregunté quiénes eran realmente esas personas, y
por qué me habrían invitado. Me había sentido como un espía
toda la noche, absorbiendo inútiles cantidades de información.
Es asombroso lo que la gente llega a contarle a un completo
desconocido. Al final de la Kellog giré a la derecha por
la Windsor. Había una mujer bajo el alumbrado.
Parecía asustada. "¿Necesita ayuda?" le pregunté.
Vaciló en responder, pero finalmente dijo, "Me he
perdido". "¿A dónde quiere ir?" le pregunté.
"A Richard Street", dijo, "mi tía vive allí".
"No está lejos", dije, "la acompañaré
hasta allí". Y nos pusimos en camino. Notaba
que estaba aún algo inquieta. Su autobús había
llegado tarde, y esperaba que su tía la hubiera
ido a buscar, y nadie contestó el teléfono cuando
trató de hablar con ella. Cuando llegamos a casa de su tía
no había ni una luz encendida. Esperé mientras llamaba
a la puerta. Llamó más y más fuerte, pero
su tía no contestaba. "Escucha", le dije, "yo vivo
muy cerca. Vayamos a mi casa y llamemos
a la policía. Ellos lo solucionarán".
No le quedaban más opciones aparte de aceptar. Caminamos
en silencio, un silencio fluido, suave y abundante. Y cuando
alargó el brazo y me cogió la mano, sentí como
si mi vida hubiera comenzado.

(James Tate, original aquí)
(Traducción, Andrés Catalán)

Edward Hopper, Night Shadows, 1921

28 de julio de 2014

En el número 54 de El Cuaderno (marzo 2014) publiqué une reseña del libro de A. R. Ammons bien traducido por Daniel Aguirre Basura (Lumen, 2013), que incluye también una selección de poemas varios traducidos por Marcelo Cohen. La recupero aquí:


A. R. AMMONS
VERDAD, BELLEZA Y BASURA

A. R. Ammons
Basura y otros poemas
Edición bilingüe de Daniel Aguirre y Marcelo Cohen
Lumen, 2013
374 pp., 23,90 €

Con la basura, decía Ben Clark en el libro, homónimo a este, Basura (Delirio, 2011), «nada puede hacerse, / salvo esperar, y celebrarlo». Eso es precisamente lo que proponen las 18 secciones de este poema de más de 2000 versos titulado así, 'Basura', escrito en largos dísticos de aliento incesante. Una celebración serena y a la vez desbordada que tiene su origen en una anécdota aparentemente insulsa: la visión por parte del autor, mientras conducía por una autopista de Florida, de una enorme montaña de desperdicios sobrevolada por gaviotas y surcada por bulldozers: «la imagen sagrada de nuestro tiempo», según él. Ya lo dijo Wallace Stevens a mediados del siglo pasado: «El vertedero está repleto / de imágenes». Para Ammons, lo que observa es de tal enormidad que se convierte casi en un monumento a los dioses: «se arrastran los camiones de basura como con reverencia, / como si ascendieran por zigurats hacia las altas aras / que conservan con vida gaviotas y basura, ofrendas / a los dioses de la basura, la represalia, la expectativa / realista, las deidades de ingratas necesidades». No hace falta decir, claro, que la mayor construcción del hombre en Estados Unidos (y en el mundo) no es ningún acristalado rascacielos, catedral o templo: son las montañas, las imperecederas islas de basura. De ahí también, por tanto, la extensión que le exige el tema a este «gran poema / que el mundo está esperando». Tras la epifanía que le produjo la contemplación de aquel colosal vertedero se ha dicho alguna vez que el texto fue mecanografiado improvisada y convulsamente en un largo rollo de papel. Sigue gustándonos creer en los arrebatos místicos y en los favores de la furia poética. Nada más lejos de la verdad: desde aquel viaje en 1987 hasta la redacción definitiva -efectivamente en un rollo de papel de calculadora- del poema pasaron dos años, y cuatro más hasta la publicación del libro. Entretanto, un infarto, un triple bypass como consecuencia y no pocas dudas sobre el texto. Aceptado -para su sorpresa- por el editor, le supondría en 1993 su segundo National Book Award.

Pocos años después, en una entrevista en la Paris Review, diría sobre Basura: «Mi esperanza era lograr ver las semejanzas entre lo alto y lo bajo de lo secular y lo sagrado. Las pilas de basura de lenguaje usado son arrojadas a los pies de los poetas, y es su trabajo elaborar o resucitar un lenguaje capaz de levantar de nuevo el vuelo. El pecado y la muerte nos rebajan, y esperamos que la religión nos renueve. Usé la basura como si esta fuera el material que se presta a las posibles transformaciones, con la intención de desarrollar las relaciones entre lo alto y lo bajo». La cita es esclarecedora en el sentido de que establece las intenciones de un poema tan múltiple y multiplicador como este. El poema largo, descontrolado y a la vez con una espina dorsal definida, le proporciona a Ammons precisamente «un lugar  despejado y pura / libertad para tirar cualquier cosa». En el se dan cita lo alto y lo bajo, las referencias académicas y el lenguaje coloquialísimo, lo abstracto y lo prosódicamente llano (uno de sus vínculos con Robert Frost, junto al interés por el conflicto entre tecnología y naturaleza), con una sola separación entre todas las cláusulas: los dos puntos. «Esa fábrica de promesas», como los llamara Stephen Dunn, son lo que horizontalmente organiza los cúmulos, las capas de basura que pretende ser la larguísima sucesión de heterogeneidades abordada por el poeta. No el azar sino un orden, una estructura; como en el vertedero, todo se organiza por capas, por estratos, a pesar de que el flujo de la basura, como el del lenguaje, sea continuo y aleatorio.

Antes citaba a Stevens pero Ammons tiene más que ver con Eliot (a mitad del poema, de hecho, se cita, deformado, el «en mi fin está mi principio» de los Cuatro cuartetos). Es Eliot y a la vez su inverso, su vaciado: si el mundo de Eliot era la imagen de una tierra desolada espiritual y físicamente, Ammons describe aquí no una tierra baldía sino una tierra colmada, bullente de residuos (la palabra para estéril y para residuo es, curiosamente, la misma en inglés, "waste"). La basura todo lo iguala, todo lo resume, todo lo alegoriza. Somos seres para la muerte y para el vertedero. Es a la vez espejo de la individualidad y resumen de la forma de vivir de una civilización. Enfrentarse a lo que desechamos, a lo que no querríamos ver, es enfrentarnos a lo que nos define. Si podemos mantener los ojos abiertos quizá podamos lograr un giro «hacia lo posible, la esperanza, la verdad». 

Pero esto no es todo. El volumen se completa con una selección de poemas cortos de Ammons (incluido el magistral 'Mañana de Pascua', procedente de uno de sus mejores libros, A Coast of Trees), este caso en traducción de Marcelo Cohen, igual de bien resuelta que la Daniel Aguirre. Ojalá esa selección no dé por concluida la publicación de su poesía: en la obra de A. R. Ammons se encuentran algunos de los mejores libros de la literatura norteamericana reciente.

(Andrés Catalán, El Cuaderno, 54, 2014)



26 de julio de 2014

Sobre dos libros de Eduardo Moga

En El Cuaderno nº 57 (junio 2014) y la Nayagua nº 20 (junio 2014), reseñas de las crónicas viajeras de La pasión de escribil y los poemas de Insumisión, respectivamente:

El Cuaderno 57 (Hacer click para ampliar)


DEL EXCESO COMO RESISTENCIA

INSUMISIÓN
Eduardo Moga
Madrid-México, Vaso Roto, 2013

Insumisión, decimocuarto libro del barcelonés Eduardo Moga (1962), es un poemario excesivo. Excesivo en el buen sentido de la palabra: excedido, fuera de lo ordinario, de lo reglado. Excesivo porque se sale de los límites de lo normal: Moga huye de lo normal y de la norma; esa es precisamente la insumisión que propone. No es tanto -y aquí creo que el título no alcanza a ser todo lo afortunado que parecería- una postura frontal de sublevación ante la política actual o ante las circunstancias sociales que sufrimos y que tienen que ver con la rapacería de los gobernantes o la idiocia de los gobernados (aunque algo de esto hay), cosa que en todo caso correspondería al Moga ciudadano, no al Moga poeta (aunque algo de esto, de nuevo, también hay). Lo que propone es, por el contrario, una actitud vital, absoluta. No se trata de una insumisión de algarada, de reduccionismos populistas, de resistencia pautada, sino una que se juega (y se la juega) en el terreno de lo torrencial, de lo desbordado, de lo contradictorio, de lo múltiple, de lo omnímodo. Los poemas de Moga no desdeñan nada. Ni siquiera la voz poética es única, sino doble: una hacia dentro y otra hacia fuera; una se arroga un tono indagador, metapoético, ensimismado, a ratos tan libérrimo que es casi irracional, y otra por el contrario mira al exterior: hacia esa hostil realidad que la otra voz tanto se afana en definir, hacia los otros. Con los otros y contra los otros.

El nivel estructural más evidente del libro está, pues, articulado por esas dos voces o, mejor dicho, por esa bisagra entre exterior e interior. Si la voz que podríamos llamar interior evoluciona en largos poemas en verso, la otra, la exterior, se fragmenta en una multitud de voces y desarrolla poemas en prosa de muy diversa índole sobre temas igualmente diversos. Ambos tipos de texto, además, van intercalándose alternativamente, tejiendo un diálogo subrepticio entre el dentro y el afuera, entre el yo y la otredad, de suerte que no estamos seguros si se trata de varios poemas o de un único poema fragmentado llamado ‘Insumisión’. Esta inusitada estructura no debería sorprendernos: Eduardo Moga no es precisamente un autor que repita formulaciones de un libro al siguiente y, si bien es cierto que tiene cierta querencia por el poema de largo aliento, en su producción no faltan las formulas breves y cerradas como las sextinas (Seis sextinas soeces, 2008), las décimas (Décimas de fiebre, 2014) o incluso los haikus (Los haikus del tren, 2007). Pero en este caso, como decíamos, el autor ha optado por la desmesura y la estructura abierta y por no conformarse con una sola opción: en Insumisión convive lo múltiple y lo multiplicador (“me apodero de la delicuescente multiplicidad / de lo que pasa”, dirá, y también “cuando estoy solo / todo es múltiple”).

**
La serie de poemas en prosa es, como decíamos, de una variedad absoluta. Tanta, que cabría pensar en un primer momento que su único rasgo en común fuese, precisamente, el dado por la oposición a los poemas que no están en prosa. Crónicas, narraciones, listados, cartas, anotaciones. En ellos se mezcla lo cercano y lo lejano, lo propio y lo ajeno, lo presente y lo pretérito. Todo, lo más inmediato o lo más distante, se evoca como quien convoca a un fantasma, como quien fija un instante que se sabe pasajero, del que se duda en cierta manera de su entidad real. Así, encontraremos apuntes sobre la vida lectora del autor (a propósito del libro Rapsodia de Pere Gimferrer; en torno a una lectura de Cioran), críticas contra un individuo determinado (el genial fragmento, quevediano, en torno al insigne bigote de José María Aznar, sobre el que Moga se explaya con toda su artillería verbal: "Sutil como un ñu, enarca entonces la glotis, aguza el remoquete y expele la fruslería colmilluda, asentada en principios civilizatorios que merecen de todo español bien nacido el calificativo de inmarcesibles"), contra la totalidad de la sociedad, sin distingos ("Los que creen que el amor es para siempre: memos. Los que creen en las palabras: los campeones de la estupidez. [...] Los que predican la unidad de la patria, tanto si ya existe como si quieren que exista: pendejos"), o contra una idea determinada (en el que es, sin duda, uno de los mejores poemas del libro y el único que lleva título, 'Elogio del jabalí', en el que da la vuelta a una frase del terrible ex-Papa Ratzinger: "España es una viña devastada por los jabalíes del laicismo"). Caben, por otro lado, anotaciones de diario en las que se entrecruza lo personal con la evocación de personajes (la tumba de Machado, la tumba de César Vallejo en París, ante la cual Moga recita ante su familia, refugiada bajo un paraguas, 'Piedra negra sobre piedra blanca'), narraciones íntimas, contadas con dolorosa sinceridad (la muerte del padre; el beso de la madre y un homenaje a Proust), enumeraciones (las nuevas realidades con las que se topó la expedición de Malaspina o una larga lista encadenada de citas de los más diversos autores), y, finalmente, semblanzas más o menos imaginarias (la de Miguel de Molinos, un condenado por herejía en 1685; la de un Ezra Pound preso por colaboracionista junto al que el autor se pregunta "¿De qué cloaca celeste surgen las palabras? ¿Por qué decimos las palabras que nos destruyen?"). Las más llamativas de estas semblanzas son, no obstante, aquellas en las que asistimos ya no solo a la evocación de un instante sino a lo que pertenece solo al territorio de la conjetura. El juego de lenguaje de Moga convoca así realidades ocultas, imaginadas tan solo: es el caso de la carta que nunca existió de Ambrose Bierce a su sobrina en torno a los días en que sucedió su desaparición (caso aún sin resolverse y que llamó la atención del mismísimo H. P. Lovecraft), los hechos del suicidio de Paul Celan o algunos acontecimientos del primer destino de Wittgenstein en la guerra, en la corbeta Goplana. ¿Qué une esta larga retahíla de otredades y cruces biográficos, de fijaciones de instantes y evocación de lejanías? Por un lado, la presencia de un mundo terrible, de unas circunstancias torturadas: la guerra, la muerte, la crueldad, el sinsentido, la maldad llana y simple. Pero por otro, pugnando, resistiéndose a todo lo anterior, también la fe –a veces lesiva- en la palabra, la capacidad de maravilla, lo sublime, la dignidad, la rendición ante la belleza, el ajuste de cuentas con lo que no perdura, la aceptación triunfante de la nada: “vivir –y morir- exigen, si queremos hacerlo con dignidad, aceptar que nada es cierto, que nada es permanente, que nada es estable, que nada es, aunque nos abrumen las cosas del mundo y no seamos capaces de desembarazarnos de tanta realidad, y que en ese no ser, en su precariedad y su vacío, radica nuestra existencia”.

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Los poemas en verso, por su parte, y como dijéramos al principio, son el territorio de un yo y un ahora. Desbordados, en ellos el poeta en soledad reflexiona sobre el hecho poético en todos sus aspectos y en pleno proceso, partiendo casi siempre de una realidad concreta y tangible, sensorial, que inevitablemente se disuelve en imposibilidades de representación, de dicción, de explicitación. El silencio del cuarto donde se escribe, el juego de luces y sombras de un amanecer, el fogonazo de color de un pájaro, la blancura de un papel, el cuerpo de la amada, un paisaje, un río, las piernas de una mujer que pasa. Todos acaban desmenuzándose (“todo es uno, / pero todo es arena”), inaprensibles, en largos soliloquios en los que el poeta se enfrenta a la otredad de las cosas, del papel, de su escritura, de los cuerpos ajenos y el propio. Hay una pugna sostenida con los objetos y con el propio yo, una lucha masoquista y denodada: “Me acerco /  a lo que huye, como quien acaricia el arma / que va a herirlo”. Los objetos se revelan metáfora de lo inaprensible, por múltiple, del código indescifrable del mundo (“cada cosa tiene forma de sí y de algo desconocido. / Cada cosa es lo que es y, además, otra cosa”) y el poeta se pregunta por el porqué de su querencia (“¿Por qué insistes? / ¿Por qué perturbas el papel con esta nueva interrogación, como si preguntar resolviese alguna enemistad? [...] / ¿Por qué digo? [...] ¿Por qué el sueño y la página?”) y no halla consuelo tampoco en el acto mismo de la escritura, que debería ser salvador. En la soledad del escriba el tiempo no pasa, pero solo para provocar esterilidad: “Cuando estoy solo, el tiempo no pasa: / se encharca en una solidez difusa, / en la que no crece la hierba ni desovan los insectos, / en la que los pétalos adquieren una consistencia mortuoria”. Querer apresar las cosas, pues, solo nos proporciona embalsamamientos, rosas conservadas en formol: “nada de todo esto / me conduce a una nada mejor, sino a otro suburbio / de lo que es”. Pero es consciente, sin embargo, de que hay un refugio posible. Bien es cierto que no es un refugio fácil, no es un refugio complaciente, pero “ese dédalo de humillaciones / es también la semilla de la supervivencia”. La acumulación lleva a la verdad, la del que sabe que lo creado no salva (“no derrotarán al miedo, / ni me protegerán de la lluvia”), pero nos confirma en una realidad, en esta nada. En ese exceso, de lenguaje (Moga, se me ocurre, debe ser uno de los escritores con más léxico disponible que conozco), de atención, de deseo, está la libertad del que todo se lo cuestiona, todo lo pretende. La fatiga pertinaz del laberinto, el inconformismo frente a todo (“todo cuanto vulnero me protege”), la atención entregada al mundo, contra toda esperanza (sin esperanza y sin miedo, como el lema de Caravaggio), hace que todo, de alguna manera, dure para siempre: “lo que percibimos tiene una capacidad extraordinaria / para hacernos creer / que sobrevivirá [...] Y en su resistencia / hallamos la nuestra”.

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Las dos caras de la moneda, pues, lo ajeno y lo propio, lo distante y lo inmediato, se revelan así como piedras de Sísifo (de un Sísifo feliz, como el de Camus) que es menester seguir empujando, seguir erosionando sin fin aparente. Frente a la complejidad de un mundo cruel y frente lo incognoscible de nuestro propio yo, Moga no presenta rendición: al contrario, el exceso de esta búsqueda total de verdad, el exceso de quien acaricia el límite, es la única insumisión posible, aunque no se espere, aunque se sepa que nada hay a cambio, como esos jabalíes que “no se dejan sobornar, no esperan retribución por devastar la viña. Lo hacen porque han de hacerlo, porque no saben hacer otra cosa, porque es propio y encomiable y natural”.

(Andrés Catalán, Nayagua, 20, 2014)